“Baquiano” se llama al que conoce con certeza todos los caminos y accidentes de un territorio; el que posee “baquía”. Según el Diccionario de la Academia, la voz “baquía” tiene un singular origen: es haitiana, curiosamente. Durante las Guerras de la Independencia y las Guerras Civiles, contar con un baquiano era fundamental para los ejércitos, que marchaban sobre un inmenso territorio del cual conocían sólo mínimas porciones. Ha quedado en nuestra historia, como el más famoso baquiano, el que apodaban “Alico”.
Se llamaba José Alejandro Ferreira. La tradición dice que era grueso, más bien bajo, de tez trigueña y pelo canoso. No se sabe bien dónde nació, a fines del siglo XVIII o comienzos del XIX. Muchos lo dan como santiagueño, de La Banda, pero otros piensan que era oriundo de Salta. Varios años vivió en Tucumán. Se estableció en Burruyacu, al casarse con Rosa Díaz, hija adoptiva de Victoria Uncos.
Nada escapa a su ojo
El extraordinario conocimiento que adquirió del Noroeste y de todos sus accidentes (caminos, atajos, ríos, pastos y un larguísimo etcétera) no sólo era producto de innumerables andanzas. Surgía, sobre todo, de ciertas cualidades misteriosas y personalísimas. “Tal vez es brujo, y los bosques, los ríos, las piedras, las estrellas y pisadas no pueden esconderle sus secretos; presiente los manantiales, ve los que otros no miran y lo que entra en su ojo no se escapa jamás”: así se pinta a Alico en el libro de Luis Franco, “El general Paz y los dos caudillajes”.
En el segundo capítulo de “Facundo”, Domingo Faustino Sarmiento definió al baquiano como ese “gaucho grave y reservado, que conoce a palmo veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo; es el único mapa que lleva el general para dirigir los movimientos de la campaña”. De él dependen “la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia”.
El plano en la cabeza
El baquiano conoce todas las sendas y elige sin titubear la adecuada. Sabe por dónde se cruza con seguridad un río o una ciénaga. Se orienta en medio de la noche examinando los matorrales. Mascando un trozo de pasto o una raíz, intuye la proximidad del agua dulce o de la salada. Por indicios que sólo a él dicen algo, sabe la proximidad y hasta el número de los enemigos.
Conoce “la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él y, a más, una senda extraviada o ignorada por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo”, asegura Sarmiento.
Todo esto y mucho más era José Alejandro Ferreira. Según Pedro Lacasa, ayudante del general Juan Lavalle, podía asegurarse que en la mente de Alico “estaban vaciados al daguerrotipo el plano geográfico de toda la República, así como la carta topográfica de cada una de las provincias argentinas”.
Un fiel unitario
Alico empezó guiando al Ejército del Norte en su primera campaña por las ásperas sendas del Alto Perú. Lo contrató el coronel Antonio González Balcarce, a cuyos oídos había llegado su fama. Llevó los soldados hasta Cotagaita y hasta Suipacha, sin errar jamás el camino, y después serviría con inalterable fidelidad a quienes luchaban contra los lugartenientes de Juan Manuel de Rosas en las contiendas civiles.
Lacasa, como testigo calificado, resalta que “este hombre extraordinario era unitario entusiasta, y prestaba espontáneamente sus servicios a los ejércitos que combatían al caudillo, en cualquier parte del país en que se hiciera la guerra”.
La Liga del Norte
Arrimó su concurso a José María Paz y Gregorio Aráoz de La Madrid, hasta el desastre de la Ciudadela, en 1831. Es sabido que en 1840, liderada por Tucumán, la región noroeste –con la sola excepción de Santiago- se levanta contra Rosas y constituye la Liga del Norte. Los dos ejércitos de la coalición están al mando respectivo de La Madrid y de Lavalle. Este último se entera del pronunciamiento de Tucumán, porque Alico le lleva, “atravesando media república”, el documento respectivo, escondido de los federales “en el hueco de un cañón de pistola, forrado con cuero y trenzado después con tientos, como el cabo de un rebenque”, según Ernesto Quesada.
El baquiano presta a la Liga sus inapreciables servicios, con tanta eficacia que se le otorga el grado de teniente coronel.
Salvando a Lavalle
En la correspondencia de los jefes de la Liga, el nombre de Alico aparece a cada rato. Desde Calchines, el 12 de noviembre de 1840, escribe Lavalle a La Madrid: “nuestro Alico llegó a este campo ayer tarde y me apresuro a despacharlo, porque es urgente hacer saber a usted que no debe practicar ya la marcha que le indiqué”. Desde Tucumán, en septiembre, el gobernador de Salta, Manuel Solá, habla a Lavalle de “su ya conocido Alico”. Son un par de ejemplos que cita Pablo Rojas Paz, en “El baquiano glorioso”. No se cansa nunca. La Madrid lo envía a Santa Fe para avisar a Lavalle la toma de Córdoba, narra Quesada.
Llega el 19 de septiembre de 1841, con la batalla de Famaillá. El ejército de Lavalle es completamente batido. Corresponderá a Alico sacar al general del campo y ponerlo a salvo, trepando por “sendas extraviadas” del cerro San Javier. Pocos días después, con la derrota del ejército de La Madrid en Rodeo del Medio, quedaría aplastada definitivamente la Liga del Norte contra Rosas.
La casa embargada
Alico sigue con su jefe hasta Jujuy, guiando al puñado de soldados que le quedan al derrotado de Famaillá. El 9 de octubre ocurre la trágica muerte de Lavalle, cuando una bala lo tumba en el patio de la casa de Zenarruza. Después, guía al grupo de jinetes que inicia la penosa marcha a Bolivia, llevando cruzado sobre un caballo el cadáver del general.
Mientras tanto, en Tucumán, los vencidos de Famaillá sufren el rigor de los vencedores. A comienzos de enero de 1842, los oficiales federales José Manuel y Elías Lobo van a Burruyacu y llegan, dice el acta, “a la casa del salvaje Alejandro Ferreira (alias Alico), a donde hallamos a su mujer Rosa Díaz”. Por orden del Gobierno, embargan la casa, que es de adobe y sin concluir, con “un galponcito y cocina”, todo levantado en tierras que arrendaban los Ferreira a José Antonio López.
Muebles, ropa, arreos
También, embargan “una cuja”; tres mesitas, una “vieja”, otra “llana” y otra “de arrimo”; dos catres. Y ropa: una chaqueta “de paño azul con galones” y otra “de paño colorado bordado”, además de “un pantalón y armador de paño azul”, y “un poncho de paño azul con forro de bayeta colorada”.
Se anotan las prendas del jinete: “una cabezada con seis piezas y hebilla con sus testeras con dos cadenillas”, así como “un par de espuelas con peso de 3 marcos poco más o menos”. También hay “un freno de plata”, que Rosa avisó “estar en otra parte, pero que luego lo traerá”.
En cuanto a los animales, entre bueyes, yeguarizos, ovejas y cabras, Rosa declara 37 cabezas. Los oficiales la dejan como depositaria. Apuntan que “el ganado no se ha podido recoger por escasez de caballos” y porque estaba “bastante esparcido y algo arisco”. Rosa no sabe escribir. En su nombre, Tomás Juangorena firma el acta.
Morir en Bolivia
Alico estuvo en Bolivia largo tiempo. Esperó que se alejara el victorioso jefe federal Manuel Oribe de Tucumán, y que el gobernador Celedonio Gutiérrez pudiera desplegar su tolerancia con los “salvajes unitarios”, a todos los cuales les fue permitiendo poco a poco el regreso.
Se sabe que hacia 1846 volvió a su casa de Burruyacu, por un rato. Pero se alejó cuando supo que la autoridad conocía su presencia: estaba obstinado, como siempre, en no servir a la divisa punzó. Hacia 1850, anduvo por Santiago. El tirano Juan Felipe Ibarra, que gobernaba esa provincia, lo buscó para encargarle una misión. Alico se negó y terminó refugiado en Bolivia.
Se da como fecha de su muerte, que ocurrió en Potosí, el 9 de octubre de 1855. Cuatro décadas más tarde, en el presupuesto de 1896 del Gobierno de Tucumán, que desempeñaba don Lucas Córdoba, figura un ítem de 25 pesos mensuales, como pensión para “la hija de Alejandro Ferreira, alias Alico”.